Durante meses, y especialmente en las últimas semanas, los españoles hemos esperado a que el sentido común se impusiera y que, no obstante el desvarío separat ist a que ha inspirado las más re-cientes actuaciones de la Generalitat de Cataluña, no se diera el paso definitivo de la convocatoria del referéndum de secesión, disfrazado de inocente consulta popular, que se venía fraguando.

Desgraciadamente las advertencias y la infinita paciencia demostrada han sido inútiles y el presidente de la Generalitat, al que corresponde la representación ordinaria del Estado en la comunidad autónoma (Art. 152.1 de la Constitución), traicionando el compromiso que le ha llevado al puesto que ocupa, ha firmado, con pompa y teatralidad, el decreto que invita a los habitantes de Cataluña, desde la adolescencia de los dieciséis años, y no solo españoles, sino también extranjeros con determinados años de residencia en aquel territorio de España, a opinar sobre si nuestra centenaria Nación (la más antigua de Europa) ha de continuar existiendo o va a convertirse en un recuerdo de la Historia, porque a ello equivaldría mutilarla, arrancando de su seno un entrañable trozo de su territorio.

Ante el desatino cometido, las instituciones del Estado, reaccionando con celeridad, firmeza y al mismo tiempo serenidad admirables, se han dispuesto a la noble tarea de defender la libertad, los derechos de todos los españoles, nuestra democracia y la unidad de la Patria.

En efecto, a requerimiento del Gobierno, el Consejo de Estado, reunido por primera vez en su historia en domingo, ha evacuado el preceptivo informe que, como no podía ser de otra manera, ha venido a reconocer, por unanimidad, la procedencia del recurso de inconstitucionalidad. El lunes el Consejo de Ministros, reunido con carácter extraordinario, con la urgencia que corresponde a la naturaleza de la situación planteada, tomó el acuerdo de interponer los recursos previstos, cuya presentación se ha producido a las pocas horas en el registro del Tribunal Constitucional, y este, convocado con diligencia elogiable por su presidente, se ha reunido en Pleno en la misma tarde para examinarlos y los ha admitido a trámite, como también era previsible. Así, ha declarado la suspensión de todo lo impugnado, por ministerio de la propia Constitución, al haberse invocado por el presidente del Gobierno el número 2 del Art. 161 de la misma, que así lo establece. Destaquemos la unanimidad del Pleno que refuerza la confianza que deben tener los españoles en tan alto Tribunal.

A partir del momento en que se notifique y haga pública la suspensión quedará desprovista de cualquier apariencia de legalidad la convocatoria de la consulta de autodeterminación, y las autoridades y los funcionarios de la Comunidad Autónoma de Cataluña que dicten cualquier resolución para llevarla adelante podrán incurrir en los delitos de prevaricación del Art. 404 y de desobediencia del Art. 410, ambos del Código Penal, que este castiga con multa e inhabilitación de hasta diez años; es así porque sabrán con certeza absoluta que dictan resoluciones injustas y arbitrarias y que antidemocráticamente desobedecen a la Constitución y a los Tribunales y se ponen al margen de la Ley. Pero es más, también a partir de ese momento los ciudadanos que intervengan para llevar a la práctica la consulta prohibida quedarán expuestos a ser reos de sedición, del Art. 544 del Código Penal, si se alzaren tumultuar i a mente; y, si llegaran a usar cualquier violencia, hasta del gravísimo delito de rebelión, castigado con hasta quince años de prisión. Recuérdese que el precepto citado prevé expresamente en su número 5.º como fines de la rebelión “declarar la independencia de una parte del territorio nacional”.

Queda, pues, claro que desde ahora el problema lo tienen quienes se empecinan en enfrentarse al ordenamiento jurídico. Y no se diga que lo que había que evitar es un choque de trenes, porque el único tren es el del Estado, cuya locomotora es la Constitución y en cuyos vagones viajan las leyes y las instituciones leales al pueblo español, único titular de la soberanía nacional y que no puede consentir que le sea sustraída.

Conviene recordar todo esto, porque también últimamente se ha ido sembrando la idea de que nada se podía hacer y que, al final, había que doblegarse, cuando es todo lo contrario; el arsenal jurídico y la potencialidad de un Estado moderno, democrático y dotado del monopolio del uso legítimo de la fuerza hacen inútil la pretensión de enfrentarse a él.

La responsabilidad, no solo jurídica, en que están incurriendo el presidente de la Generalitat y quienes de manera suicida le secundan es sencillamente colosal, y por ello tendrán que responder. No se puede poner a un país que ocupa un lugar destacado en el mundo, miembro de la Unión Europea y de la Alianza Atlántica, con una historia en la que todos hemos participado y que vamos a continuar, ante el dilema de elegir entre el cumplimiento de las leyes, aunque haya que imponerlo, y la tolerancia de su destrucción, porque ese dilema nos coloca a todos ante el abismo.

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Ramón Rodríguez Arribas