La independencia de los jueces es un tema permanente de debate, tanto en los círculos judiciales, como en los políticos y mediáticos. Es natural que así sea porque es el asunto central de la esencia del Poder Judicial y lo mismo que los médicos están preocupados por la salud y todos somos potenciales usuarios de la sanidad, también la independencia de los tribunales es cuestión capital para el ejercicio de su función y la confianza pública en ella. Debemos comenzar por afirmar que la independencia no es un privilegio de los jueces, sino que es el derecho de los ciudadanos a que aquellos acierten o se equivoquen sin presión de nada ni de nadie.

Como se ha sostenido desde siempre por la Asociación Profesional de la Magistratura, para ser independientes los jueces han de ser jurídicamente técnicos, socialmente imparciales, políticamente neutros y económicamente suficientes.

Ya no es bastante con «que el juez sea un hombre bueno y si sabe derecho mejor», porque la complejidad de los ordenamientos jurídicos y de la vida social impone unos conocimientos sin los que es imposible administrar justicia. También es exigible la imparcialidad global de los jueces en el mundo social; las sentencias no han de ser utilizadas para intentar cambiar la sociedad, sino para aplicar las leyes, incluso las que al juez le gustaría que cambiasen; las modificaciones de la estructura social corresponde al conjunto de los ciudadanos a través de los órganos del Poder Legislativo y del Ejecutivo. Tampoco puede el juez comprometerse políticamente; por supuesto puede tener sus ideas políticas, pero el compromiso partidista o su simple apariencia hieren de manera definitiva la imagen de independencia. Por último, los jueces no pueden vivir sin una suficiencia económica, tanto en su estatus propio como en la dotación de medios personales y materiales de los tribunales.

Pero esto tampoco agota lo que es en la práctica el principio de independencia judicial, porque no basta con que cada juez sea real y verdaderamente independiente y además lo parezca, es necesario también que esa misma independencia en la realidad y en la imagen concurra en el órgano de gobierno de los jueces; un Consejo General del Poder Judicial en el que existe influencia partidista o así lo perciban los ciudadanos, compromete la confianza de estos en todos los tribunales, aunque esto pueda resultar injusto, pero en materia judicial la imagen vale tanto como la realidad. Sin embargo, hay una última cuestión para que la independencia de los jueces se consiga en su más intima esencia: los que ejercen la función de juzgar no solo han de mantenerse independientes de cualquier influencia externa, sino que además han de hacer un servicio a sus conciudadanos de permanente combate en su intimidad psicológica para ser independientes de sí mismos, es decir, para luchar permanentemente contra sus filias, sus fobias, sus convicciones e inclinaciones personales. Ya sé que frente a este criterio hay quienes opinan que, como no es posible aislarse tanto, es preferible el compromiso y hacerlo público. Aunque ese criterio está sostenido por algunos grupos del mundo judicial verdaderamente influyentes, creo –con todo respeto– que esa postura ha hecho mucho daño al prestigio judicial y aunque sea muy difícil que en todas las ocasiones el juez venza en su independencia frente a su propia manera de pensar, hay que dejarlo que lo intente porque la mayoría de las veces se consigue.

Cuestión distinta de la independencia, aunque íntimamente relacionada con ella, es la de la imparcialidad del juez en cada caso concreto, que es tanto como una actitud por nada preestablecida a la hora de enfrentarse con el proceso. Recordaré un acontecimiento revelador: poco después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas de Nueva York, se celebraba en Madrid el Congreso anual de la Unión Internacional de Magistrados (Federación de Asociaciones Judiciales de todo el mundo) y en una de las reuniones plenarias se planteó la conveniencia de hacer una declaración sobre aquellos acontecimientos; aunque la inmensa mayoría de las delegaciones estaban de acuerdo, los representantes del grupo anglosajón y del Common Law opusieron reticencias por si esa declaración podía comprometer la imparcialidad de los tribunales que tuvieran que juzgar hechos de esa naturaleza. La delegación española sostuvo el criterio de que «la imparcialidad del juez en el proceso penal, lo es frente al acusado, entre el fiscal y la defensa y sin más sometimiento que al resultado de la prueba y a la aplicación de las Leyes, pero que fuera de eso los jueces no podían ser imparciales entre el bien y el mal, porque el juez que pretendiera esa equidistancia no sería un juez imparcial, sería un juez inmoral». Aunque esa intervención española fue recibida con un cerrado aplauso, no se hizo ninguna declaración, que era inviable sin unanimidad.

Bien recientemente hemos visto aparecer una idea similar en las manifestaciones de un juez español, que han producido la reacción airada de las Asociaciones de Víctimas del Terrorismo. Hay que recordar que la imparcialidad del juez lo es ante el caso concreto en el que el acusado de un crimen terrorista puede ser imputable o no, puede ser responsable o no, y en definitiva puede ser culpable o no, y eso es lo que ha de examinar el juez con absoluta imparcialidad, pero las víctimas siempre son inocentes y no se las puede ofender cruelmente poniéndolas en el mismo plano que sus verdugos. Los derechos humanos de los más despiadados asesinos, como lo son los terroristas y sus cómplices, han de ser respetados y protegidos pero sin olvidar el dolor de sus víctimas y sin llegar a exageraciones ridículas, como las que al parecer se han producido en la condena del Estado noruego por no haber tenido especiales atenciones con el «tardo-nazi» que mató a más de 70 personas en un solo día.

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Ramón Rodríguez Arribas