La reciente aprobación por las Cortes Generales de la Ley Orgánica 4/2015, de protección de la seguridad ciudadana, ha recrudecido la vieja polémica entre libertad y seguridad, en la que suelen enfrentarse los que asumen responsabilidades de gobierno y los que ejercen la oposición, y no por posiciones ideológicas, como a veces se quiere hacer ver; recordemos la ley promovida por el socialista Corcuera, que fue impugnada por el Partido Popular y que a la mínima corrección de su texto por el Tribunal Constitucional provocó -en un rasgo de dignidad- la dimisión del ministro del Interior.

Desgraciadamente, el debate suele circular por los eslóganes políticos y las descalificaciones (“ley de la patada en la puerta”, entonces, “ley mordaza”, ahora) y no por el sereno rigor jurídico que debería permitir buscar soluciones concertadas que, en cuestiones tan sensibles, mantuvieran la permanencia de las normas sin someterlas a los vaivenes de la alternancia en el poder, que es una de las causas de quebranto de la seguridad jurídica, y que constituye -esa otra seguridad- uno de los más preciados bienes que consagra nuestra Constitución en el artículo 9.3.

La recíproca implicación entre libertad y seguridad es una constante en la vida cotidiana. La declaración de que “el domicilio es inviolable” del artículo 18.2 CE y el reconocimiento del “derecho a la propiedad privada” del artículo 33.1 CE podrían resultar ilusorios para aquellos ciudadanos que, una y otra vez, encuentran sus casas invadidas y desvalijadas por los ladrones, y es entonces cuando advierten que, si la seguridad pública no puede impedirlo, eso también afecta a sus derechos y libertades. Por el contrario, ninguna exigencia en la prevención a favor de la seguridad, incluso en el caso extremo de evitar un atentado terrorista, autoriza a utilizar la tortura, prohibida con carácter absoluto en el artículo 15 CE, porque en esto, como en todo, el fin nunca puede justificar los medios; también aquí se ve cómo la libertad y los derechos fundamentales imponen límites que no pueden ser transgredidos en aras de otras medidas útiles a la seguridad.

En todo esto, como en tantas otras cosas, la solución está en el equilibrio entre ambos principios, lo que solo puede conseguirse, o al menos intentarse seriamente, desde la racionalidad y el común sentido. Una sociedad blindada difícilmente será libre, pero una calle peligrosa tampoco admite el ejercicio pacífico de las libertades; ya sé que es más fácil decirlo que alcanzarlo, pero hay que buscar una solución con firme decisión y buena fe; a contribuir modestamente a ello van dirigidas estas reflexiones, en las que se deja a un lado el análisis de la nueva ley, no sólo porque no cabría en un artículo de periódico, sino también porque no sería útil entrar en una polémica que, tal vez, como ha sucedido en otras ocasiones, tenga que resolver al final el Tribunal Constitucional, al que se acaba convirtiendo en el remedio a la falta de acuerdo político.

Aparte del encono partidista con que suele abordarse este asunto, hay otras causas que, en mi opinión, contribuyen al desenfoque de los problemas y constituyen desviaciones conceptuales. Por una parte, se oponen seguridad y libertad, considerando esta como un concepto total y genérico, cuando debería hablarse de libertades en plural y de manera concreta, porque no en todas, ni en el ejercicio de los derechos que implican, se produce con la misma intensidad la fricción con las posibles medidas de protección de la seguridad; por otra parte, con frecuencia, se trata de establecer criterios absolutos, cuando el equilibrio entre la seguridad y las libertades y derechos no es el mismo en cualquier parte ni en cualquier momento. Pongamos también algunos ejemplos: en cuanto a lo primero, es decir, a las diferencias que en la práctica se aprecian en el ejercicio de los distintos derechos y libertades, resulta evidente que en el español que hace uso de los derechos que le concede el artículo 19 CE “a elegir libremente su residencia”, “a circular por el territorio nacional” y “a entrar y salir libremente de España”, salvo casos muy excepcionales, su conducta no afecta a la seguridad de los demás; y lo mismo cabe decir en el caso del ciudadano que hace uso del derecho de participación política, que le otorga el artículo 23 CE y se presenta como candidato o simplemente vota en las elecciones. Por el contrario -y no es la primera vez que se pone de manifiesto-, el ejercicio de los derechos de reunión y manifestación en lugares públicos del artículo 21 CE y el de huelga del artículo 25 CE pueden producir alteraciones del orden público, ya sea por la actuación de los llamados “incontrolados” o de los también llamados “piquetes informativos”.

Adelantemos que la solución nunca puede consistir en dificultar el ejercicio de aquellos derechos, sino en buscar siempre, con instrumentos jurídicos y medidas prácticas, el ya reclamado equilibrio con la protección de la seguridad de todos, siempre partiendo de estos dos principios básicos: que todas las libertades tienen límites y que cada derecho que se ejercita no puede impedir ni dificultar el ejercicio de ese o de otros derechos a los demás ciudadanos; para entenderlo gráficamente hay que repetir, una vez más, que romper escaparates no forma parte del derecho de manifestación, ni impedir por la fuerza que otro trabaje puede integrarse en el derecho de huelga.

Para terminar, y por lo que se refiere a la decisiva influencia de las circunstancias de lugar y tiempo, otro ejemplo, de triste actualidad, puede ilustrarlo: en efecto, no pueden ser las mismas las medidas de protección de la seguridad en momentos y lugares en los que reina la tranquilidad que en aquellos otros en los que se produce una alerta extrema, como ha sido el caso de los atentados del terrorismo islamista en lugares como París, donde hemos visto patrullar a soldados con uniforme de combate junto a la Torre Eiffel, sin que sufrieran ningún quebranto las libertades de Francia. En definitiva, hay que repetirlo, solo el común sentido y el alejamiento de la presión partidista pueden encontrar el equilibrio entre las libertades que los ciudadanos tienen derecho a ejercer y la suficiente seguridad sin la que esas mismas libertades pueden quedar frustradas.

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Ramón Rodríguez Arribas