Cuando era niño, en los veranos de mi pueblo, los titiriteros eran unos artistas ambulantes que, anunciados por el pregonero y en la plaza del Ayuntamiento, generalmente de noche, hacían piruetas, tocaban instrumentos, hacían equilibrios con una cabra y otras manifestaciones de su habilidad y que eran aplaudidas por un público heterogéneo en el que predominaba los menores.

Para presenciar el espectáculo había que ir con pequeñas sillas de asientos de espadaña que, se instalaban en filas, según iban llegando. Al final los artistas pasaban un platillo donde se depositaban las monedas de la contribución voluntaria. Todo era enternecedor y sencillo.

El guiñol, exclusivamente para niños,  era un mini teatro donde unos personajes en los que había una absoluta distinción entre el bien y el mal, la bruja, el ogro, por un lado, el hada, el valeroso caballero, por otro, se enfrentaban en episodios breves que solía terminar sacudiendo a los malos unos garrotazos incruentos entre las risas y los aplausos del público infantil.

Las marionetas era una cosa más seria, un espectáculo de fondos en negro, donde al contrario que en el guiñol, el control de los personajes se hacía desde arriba y no desde abajo, mediante invisibles cuerdas que daban vida incluso con movimientos de ballet a los personajes; algunas de estas marionetas tuvieron fama en la televisión.

Ahora parece como si esas tres manifestaciones del teatro elemental se hubieran fundido y por los menos en Madrid, en el pasado carnaval, ha aparecido un guiñol con marionetas que manejan los titiriteros y esa mezcolanza ha creado, por lo menos en lo que hemos visto, una especie de monstruo en el que el bien y el mal están confundidos o peor, invertidos y donde se pega a un Guardia Civil (¿Por qué se oculta su condición sistemáticamente?), un Juez con peluca británica espera la horca, se hace abortar a una monja embarazada, mediante un apuñalamiento al vientre con un crucifijo y no se si alguna otra maravillosa exhibición. Lo peor es que se anuncia para todos los públicos y los “artistas” cuando ven que la mayoría son niños, siguen adelante con el siniestro espectáculo y los que los defienden hablan de “cultura” y de “sátira” cuando la primera exige inteligencia y la segunda necesita del ingenio y ni uno ni otro concurren en el espectáculo, en sus autores y en sus artífices. Para colmo se justifica que la aparición de una pancarta victoreando al terrorismo era una “exigencia del guión”.

Todavía se trata de escudar semejantes tropelías en la libertad de expresión, que según el Art. 20. 1 a) y b) de la Constitución, ha de ser de “pensamientos, ideas y opiniones”, o también de “creación literaria, artística, científica y técnica” y en ningún caso de eruptos, ni ruidos gástricos… ¡Ah! Y si eso es delito, ya lo dirán los jueces y hasta el final, nadie debería opinar.

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Ramón Rodríguez Arribas