Hasta hace poco tiempo, todo el mundo entendía qué era “actuar violentamente” al cometer un delito; ya fuera causando lesiones o dañando los bienes, o arrebatándolos a su propietario; ya fuera amenazando, con armas o sin ellas; ya fuera cualquier forzamiento en el sexo; ya se tratara de la llamada “violencia de género”. Y era así porque para que haya violencia lo importante es que la acción sea ilegítima y el resultado dañoso, ya la ejerza el autor principal o los autores materiales enviados por aquél.

Sin embargo ahora, al hilo del delito de rebelión que se atribuye a los dirigentes separatistas catalanes, parece que se está desdibujando el concepto de “actuación violenta”, y la guinda la ha puesto el Tribunal de un land alemán, de nombre impronunciable, al tomarse el atrevimiento de juzgar, en poco más de 72 horas y desde un impreso de euroorden y poco más, la labor de un juez de instrucción del Tribunal Supremo de España, desarrollada a lo largo de varios meses y centenares de folios, para acabar reconociendo que no hay persecución política alguna y que sí hubo violencia en Cataluña pero poca.

El de rebelión es un delito, de los que se estudian en la carrera de Derecho, con la impresión de que hay pocas probabilidades de que se produzca y, en su caso, se piensa que nazca en la sala de banderas de un cuartel o en las covachas de algún grupo revolucionario. Seguramente lo que ha descolocado a los analistas jurídicos y a los comentaristas políticos, como acaba de poner de manifiesto la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, es la circunstancia de que la iniciativa la hayan tomado las autoridades de la Comunidad Autónoma de Cataluña, utilizando los medios que, como tales, tenían a su disposición, tanto institucionales como económicos y hasta de difusión mediática. La verdad es que casos como este, cuando se producen en el gobierno de un Estado, se definen como “autogolpe”, porque son los mismos custodios del orden constitucional los que lo violentan desde dentro y sin necesidad de asaltar un poder que ya detentan y controlan, cambian el rumbo político de un país y acaban creando una nueva legalidad para sustituir a la que ellos mismos atropellaron; ejemplos hay en la historia de golpes de Estado que triunfaron de manera incruenta y con un mínimo empleo de la fuerza, aunque siempre ejerciendo actos de cuya violencia nadie dudaba, porque la actuación violenta no es solo el uso de armas o explosivos, ni la quema de contenedores y la rotura de escaparates, por el contrario, cualquier acto de fuerza ilegítimo y para fines tipificados penalmente es una actuación violenta que, unas veces integra la definición del propio delito y otras lo agrava.

Lo sucedido en Cataluña es que al no ser un golpe de estado sobre todo el Estado, si no solo sobre una porción territorial e institucional del mismo, aunque afectara a España entera, ha producido una situación difícilmente imaginable en otras naciones. Bien recientemente el Tribunal Constitucional de Alemania declaró, con contundente laconismo, que no cabía en aquella República Federal un referéndum de autodeterminación para Baviera; pues bien, ¿alguien se imagina lo que hubiera sucedido si tal referéndum se hubiera intentado llevar a cabo por los dirigentes de aquel no obstante esta expresa prohibición?

Como acaba de decir en su auto la Sala Segunda del Tribunal Supremo, eso mismo es lo que ha sucedido en Cataluña, con la diferencia de que, aunque fuera de una manera atrabiliaria, el referéndum se celebró y para conseguirlo se lanzaron desde las propias instituciones a grupos de ciudadanos que ocuparon los colegios electorales antijurídicamente dispuestos, y que se enfrentaron (¿de verdad alguien cree que fue pacíficamente?) a la Policía y a la Guardia Civil cuando llegaron a cumplir órdenes judiciales, impidiendo el acceso, empleando hasta tractores, arrojando objetos contundentes y resistiéndose a acatar y obedecer leyes y resoluciones de los tribunales, aunque parece ser que hay quienes solo vieron las cargas policiales que, en cumplimiento de sus obligaciones, y sin gases lacrimógenos, ni cañones de agua, ni disparos al aire, es decir, de manera esmeradamente proporcionada, hubieron de realizar las Fuerzas de Seguridad del Estado, ante la pasividad y algo más, de los agentes de la Policía Autonómica, dependiente directamente de la Generalitat, que constituyendo una verdadera fuerza armada de más de 15.000 agentes, perfectamente organizados y pertrechados, actuaron obstaculizando y no colaborando, ya lo hicieran de grado o forzados, pero en todo caso, cumpliendo órdenes.

Precisamente, esa división interna de la Policía Autonómica es un fruto más de la profunda división producida en Cataluña, que afecta hasta a las familias y que quizá sea la peor de las consecuencias de la conducta de los dirigentes de la Generalitat y de los componentes de la mayoría parlamentaria, que lo han preparado a lo largo de varios años, con tanta meticulosidad como descaro, como aparece recogido, con referencias documentales abrumadoras, en los antecedentes de hecho del auto de procesamiento dictado por el magistrado del Tribunal Supremo, Pablo Llarena.

Pero es que, además, invocando el supuesto resultado del referéndum se llegó a “declarar la independencia de una parte del territorio nacional”, incurriendo de manera patente en las previsiones punitivas del número 5.º del artículo 472 del Código Penal, alzamiento que llevó a la proclamación de la “república catalana”.

En definitiva, serán los tribunales los que declaren si, en este caso, hubo violencia suficiente para integrar el delito de rebelión, o si “solo” se cometieron algunos de los otros gravísimos delitos que se están investigando y que ya serían suficientes para que, los criminalmente responsables de cometerlos, no encuentren la defensa de unos y la indisimulada simpatía de otros, olvidando que las víctimas somos el resto de los españoles, y que lo que está en riesgo es la supervivencia de España.

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Ramón Rodríguez Arribas