Suele decirse que la libertad de expresión es la primera y más importante de las libertades públicas, pero no es así desde el punto de vista jurídico, porque el Tribunal Constitucional ha declarado que todos los derechos fundamentales tienen la misma posición en la Constitución. Lo que sí es cierto es que sin libertad de expresión es más complicado el mantenimiento y protección de otras libertades, porque, si no es posible o se dificulta gravemente la crítica de la acción política, esta tiende al abuso, es más, todos los totalitarismos empiezan por cerrar medios de comunicación, controlarlos o impedirles pronunciarse, como vemos incluso en el momento presente en algunas naciones y como se postula sin recato desde algunas ideologías.

Ahora bien, la importancia social y política de la libertad de expresión no quiere decir que esta carezca de límites, no solo porque todo derecho y toda libertad los han de tener para garantizar que el ejercicio por unos no perjudique al derecho y la libertad de otros, sino también porque en el abuso y exceso de la libertad de expresión puede estar un arma de la tiranía; Goebbels y su Ministerio de Propaganda en la Alemania nazi ejercían sin limitación alguna su libertad de expresión, a través de la teoría de la gran mentira.

La Constitución de 1978, en su artículo 20, declara que «se reconocen y protegen los derechos» inherentes a la libertad de expresión y los clasifica de manera descriptiva, en primer lugar, como el derecho «a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción» (Art. 20.1,a) CE); es decir, la expresión ha de ser de pensamientos, ideas y opiniones, no de insultos, descalificaciones o exabruptos. También se reconoce el derecho «a la reproducción y creación literaria, artística, científica y técnica» (Art. 20.1,b) CE), es decir, a lo que constituye la verdadera cultura, que por su propia naturaleza no puede confundirse con el sectarismo ideológico; ese mismo sectarismo que es también incompatible con el ejercicio del derecho «a la libertad de cátedra» que igualmente se reconoce (Art. 20.1,c) CE).

Además de a la libertad de expresión propiamente dicha, que acabamos de describir, la Constitución reconoce el derecho a la información libre por cualquier medio de difusión, cuya legitimidad viene condicionada por su veracidad (Art. 20.1,d) CE).

Volviendo al principio, el número 4 del artículo 20 CE fija los límites de estas libertades, que suelen compendiarse en la denominación genérica de «libertad de expresión», para señalar «especialmente» que esos límites están «en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia»; marcando de manera expresa y destacada que ni la información, aunque sea veraz, ni la expresión de ideas, pensamientos y opiniones pueden servir para atacar, menoscabar o herir derechos que afectan a la dignidad del ser humano y a la protección de los más débiles.

Sin embargo conviene recordar, porque suele olvidarse, que estos no son los únicos límites a las libertades de expresión, información, producción cultural y de cátedra, porque antes la Constitución declara como límites «el respeto a los derechos reconocidos en este Título», es decir, no se puede ejercitar un derecho fundamental vulnerando cualquiera de los otros, precisamente porque, como ya hemos dicho, todos son igualmente respetables. Veamos ahora algunos ejemplos, de los que podría decirse, como en las antiguas obras de teatro, que «cualquier parecido con hechos de la vida real es pura coincidencia».

La libertad de expresión no puede ejercerse legítimamente para promover el racismo, la xenofobia, el derecho a maltratar a la mujer, la homofobia y cualquier otra discriminación contraria a la igualdad de los españoles que consagra el artículo 14 de la Constitución. Tampoco es admisible aquel ejercicio de libertad de expresión para homenajear, ensalzar, justificar, explicar o minimizar la conducta de los que hacen del terrorismo un medio de acción política o religiosa, humillando con ello a las víctimas, siempre inocentes, de su odio y de su barbarie, porque con esas conductas se actúa contra el artículo 15 de la Constitución, que proclama el «derecho a la vida y a la integridad física y moral»; esa integridad es la que tampoco puede ser vulnerada acosando, cubriendo de insultos y hasta escupiendo a otras personas hasta el punto de obligarlas a huir de la calle o a abstenerse de salir a ella; y no digamos si se llega a la violencia física directa con puñetazos y patadas, porque ya se entra más plenamente en lo delictivo.

Igualmente resulta inaceptable constitucionalmente que la libertad de expresión se ejerza, con claro exceso sobre lo que es la libre opinión y la legítima protesta, invadiendo zonas reservadas a un culto religioso, dificultando o impidiendo la oración como si la aconfesionalidad del Estado que estableció la Constitución en su artículo 16.3 se quisiera convertir, no ya en un laicismo negativo, sino en un ateísmo militante en el que la fe, cualquier fe, pero especialmente la cristiana, quedaría convertida en un sentimiento íntimo y vergonzante.

Lo más sorprendente es que, cuando estas transgresiones de derechos fundamentales producidas por un abuso antijurídico de la libertad de expresión son sufridas por quienes defendían el exceso que recaía en otros, claman por su derecho a ser protegidos de los desmanes que otrora justificaban. Y es que en el respeto a la libertad de expresión hay quien suele aplicar la «ley del embudo», y los mismos que defienden, por ejemplo, la pública exhibición de banderas separatistas, republicanas o comunistas, no toleran las de ideologías contrarias y hasta tachan de provocación la exhibición de la roja y gualda constitucional, hasta llegar al ridículo de que los que protestan porque Su Majestad el Rey no invitó a La Zarzuela a la presidenta del Parlamento catalán defienden la pitada al Rey en la final de la Copa que lleva su nombre.

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Ramón Rodríguez Arribas