A lo largo de la historia los símbolos, como representación de ideas, valores, principios y sobre todo Naciones, han tenido máxima importancia y su respeto ha marcado la salud de una sociedad. La Constitución española de 1978 consagra varios símbolos. Uno, físico y tradicional, que se recoge en el artículo 4.1, la bandera, “formada por tres franjas horizontales, roja, amarilla y roja, siendo la amarilla de doble anchura que cada una de las rojas”. Todas las naciones tienen su bandera, que ondea en los edificios oficiales, en lugar preferente del desfile de sus Ejércitos y ahora lo vemos en los acontecimientos deportivos, que es donde parece que se ha refugiado la exhibición sin miedo de la nuestra. Y hasta hay países, en los que su uso es habitual y espontáneo, como en los Estados Unidos de América, que en sus largas autopistas se distinguen las áreas de servicio porque desde lejos pueden verse las barras y estrellas.

La Constitución recoge también un símbolo inmaterial, pero de uso permanente, el idioma, diciendo en el artículo 3 que “el castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla”. Tenemos la suerte de disponer de una lengua universal que ya hablan cientos de millones de personas en el mundo y que se encuentra en imparable crecimiento. Hicieron bien los constituyentes al señalar al castellano como una “lengua española” porque el español es el idioma de todos, el que salta el Atlántico y nos abre puertas insospechadas en el Globo. Las demás lenguas, ya sean el gallego, el vascuence, el catalán, el valenciano, el mallorquín, son también lenguas españolas, aunque no tengan ese carácter general, común y universal, y sirven para enriquecer, aunque, desgraciadamente, se utilicen para dividir, excluir y enfrentar.

La Constitución en el artículo 56 nos presenta un símbolo personificado, el de Su Majestad, diciendo “el Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia” En su persona, que es “inviolable”, como proclama el número 3 del mismo precepto constitucional, está España y estamos todos, por eso es por lo que solo ante él y devolviendo el saludo, se inclina nuestra bandera, al revistar las tropas. Esta condición de símbolo personificado de la Nación también existe en casi todos los países; cuando el presidente de la República Francesa se dirige a la Asamblea Nacional, su mensaje, leído con inmenso respeto por el presidente del Parlamento, es escuchado en pie por todos sus miembros, porque al margen de partidos, entienden que es Francia la que les habla y también impresionan las imágenes de las sesiones conjuntas del Congreso y Senado de los Estados Unidos, con ocasión del discurso sobre el Estado de la Unión, cuando reciben al presidente, igualmente puestos en pie y ocupando sitiales en la primera fila los 9 magistrados del Tribunal Supremo con sus negras togas y los uniformados jefes del Estado Mayor de sus Fuerzas Armadas.

Pues bien, si hemos dicho que el respeto a los símbolos es también un síntoma de la salud de una sociedad, basta echar un vistazo a lo que sucede en España en los últimos años para ver que estamos enfermos. En efecto, comenzando por la bandera, ha tenido que producirse un intento de golpe contra la unidad de la Nación, para que se revitalice a nivel popular, en los balcones y las ventanas de los domicilios de miles de españoles, la presencia de la bandera que, creada por Carlos III y desde entonces, ha sido la enseña nacional, salvo el paréntesis de la Segunda República. Por el contrario, y mientras se ha producido la aludida explosión de espontáneo patriotismo, todos hemos visto cómo la bandera de España era, unas veces ocultada, otras escarnecida, y hasta quemada, es decir, en definitiva, ultrajada, lo que, al margen del Derecho Penal, constituye una agresión injustificable a los millones de españoles que se sienten representados por ese trozo de tela, que muchos consideran sagrado y que no merecemos que se nos hiera en la dignidad de todo ser humano.

Si nos referimos al idioma, es lacerante observar cómo los españoles tienen que soportar la expulsión en la toponimia de nuestros caminos de la lengua que comprenden los turistas, sin haber tenido, al menos, la prudencia de la doble rotulación para evitar el despiste de nuestros visitantes, que pueden creer que ya no están en España, efecto que tal vez sea el querido intencionadamente. Aún es peor el espectáculo que ofrecen centros de enseñanza pública, situados en nuestro territorio, en los que, con el pretexto de fortalecer las otras lenguas españolas, se priva a estudiantes, contra su voluntad y la de sus padres o tutores, del derecho a aprender en su lengua materna, con flagrante vulneración constitucional, inútilmente reconocida por los tribunales, sistemáticamente desobedecidos.

Finalmente, no es más disculpable lo que lleva sucediendo hace bastante tiempo en cuanto al respeto que merece Su Majestad El Rey. Las inaceptables pitadas del himno nacional en la presencia de aquél, mientras se airean las banderas separatistas son, aparte de una falta colectiva de educación, una provocación, que no es respondida con medidas eficaces para impedirlo. Hasta cuando el jefe del Estado acudió a compartir el dolor de un atentado terrorista en Barcelona, tuvo que soportar la falta de respeto de los que odian a su propia patria. Y ahora hay quienes, desde las mismas instituciones obligadas jurídicamente a reverenciar su persona, la ofenden retirando su retrato o tomándose el atrevimiento de escribir al Rey una carta impresentable y desafiante.

La falta de respeto a los símbolos no es una cuestión menor, ni puede minimizarse sosteniendo que son casos aislados, porque aparte de la generalización y constancia en la agresión tiene una frecuencia evidente, y es el peor síntoma de la decadencia de un país, que puede avocarle a su autodestrucción, si los que tienen el grave deber de impedirlo no lo hacen, y ese deber nos alcanza ya a todos, pero especialmente a los que tienen la obligación constitucional de cumplir y hacer cumplir el Ordenamiento Jurídico.

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Ramón Rodríguez Arribas